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Mostrando entradas de 2012

Uno y Otro: El Mismo

Sobre el cuento El Hombre , de Juan Rulfo Parte primera: uno es perseguido y el otro perseguidor Uno se venga y siembra venganza con su matanza y con su ambición. Otro cosecha la flor prematura y jura regarla con su cordura. El uno huye al cerro con ansias de perderse. El otro lo sigue seguro de que se perderá. El uno se detiene por cansancio y por el peso de sus muertes. El otro reduce la distancia y afina su voracidad. El uno pretende alimentarse. El otro promete una bala. El uno abre un nuevo camino. El otro asegura su presa. El uno se desespera. El otro se relame. El uno se acorrala. El otro aguarda. Entre ambas partes: ambos son alcanzados Antes: fueron rehenes de sus venganzas y ambos han muerto para otras causas. Ahora: recuerdan y se arrepienten. Ambos son presa de lo que sienten. Luego: la muerte los alcanza, a uno y a otro lado del refusilo. Segunda parte: uno es perseguidor y el otro perseguido Uno huele al hombre a

De Crecer

Sobre el cuento La balada del álamo Carolina , de Aroldo Conti Dude que lo haya leído pero esté seguro que se ha enterado: el arbolito más enrejado de toda la calle Saenz Peña sabía la historia del álamo carolina, de Conti. La sabía incluso antes que yo. Y se lo puede ver, caminando uno por la calle angosta, por la vereda angosta, al árbol (no vaya a decir arbolito delante de él) apresado entre barrotes verdes colocados tan estratégicamente que pasa uno distraído y cree que lo han hecho para cuidarlo. Ahora, pasa uno un día “de verdad”, un día de esos en que las cosas parecen parecer lo que son, y se sacude al entender que los barrotes y las rejas no son para él, sino por el. No son para su cuidado, son por sus descuidos: este arbolito no sólo se enteró de la historia del álamo, sino que está convencido de que es uno. Y es sabido que quien se convence y tiene tiempo, como los árboles tienen, también tiene posibilidades. No hablamos de posibilidades de visitarlo, de

La Sombra de los Libros

Inspirado en el poema Eche 20 centavos en la ranura, de Raúl González Tuñón La lámpara, postura de luto, Despide los últimos cuerpos. No huele el olor del tormento Mas siente tristeza por dentro; Y cubre con su pantalla, Por pudor y por costumbre, Su bombilla, que no alumbre, Con su luz, esta barbarie. A veces intermitente A causa de sus temblores, Permite ver los colores De los lomos malheridos. “La culpa fue del olvido” Parece insinuar protestando, Y el hombre que viene llegando Patea un cuerpo tendido. Se ríe y consulta su nombre, Se ríen en coro otros hombres, Y luego, sin goce ni pena, Lo tira junto a otros cuerpos, En un ataúd compartido Que aguarda acabar en la hoguera. La ira, el silencio y la espera No se funden sin estallido, Y ocurre de un solo rugido: La luz de la lámpara quema. Y ocurre también lo temido: Su luz encandila el olvido, De negro se aferra en los muros La sombra que un día, han dado los libros.

Enroque

Sobre el cuento El Embaucador , de Isaak Babel La astucia de Dyakof, propia de los hombres enigmáticos de los que se sabe poco pero en detalle, no es improvisada ni recién adquirida: cuando desaparece de algún sitio con una frase sentenciosa, se presenta en otro causando la misma sorpresa. Así es que al terminar con la lección al campesino embaucador, poniendo a su yegua en pie, y tras su salida de escena como un prestidigitador, reaparece en la sala del estado mayor, presentándose ante Sch. juntando los tacos en tono de farsa. - Comandante del Estado mayor - dice fuerte y claro el del mostacho gris cortando su cara roja, - lamento interrumpir sus pensamientos. Sch, con el rostro iluminado por mirar por la ventana, no se asombra al escucharlo. Dirige su vista hacia él como captando la continuidad de la escena, y le dice: - Diakof, es una suerte para nuestro ejército contar con las irrupciones de hombres valiosos como usted. ¡Haga el honor de beber conmigo! Se sientan a ambos

400 veces

Inspirado en El Mito de Sísifo , de Albert Camus Para Tomás Cingolani El sol tiene 400 veces el tamaño de la luna. La luna está 400 veces más cerca de la tierra que el sol. Ambos son redondos. Todos los días el sol sale en un horizonte y se pone en el opuesto con total indiferencia, ya que en verdad es la tierra la que gira y nos regala este encanto. La luna, sin descuidos ni prevenciones, gira en torno al planeta. Uno de esos días en particular, la trayectoria de la luna se asemeja tanto a la que asignamos con encanto al sol que se superponen, si observamos desde nuestro humilde punto de vista del gran astro y del satélite. Es así que desde algún lugar de la tierra vemos maravillados cómo la luna, por la exacta y agradable coincidencia de distancia, tamaño y forma con respecto al sol, lo cubre por completo. En el cielo flota una corona circular de fuego tan hermosa como fugaz, y asoman las estrellas más cercanas porque se cubre todo de negro. Algunas de ellas,

La Memoria de Carlota

Sobre la novela Las Palmeras Salvajes , de William Faulkner Porque si la memoria existiera fuera de la carne no sería memoria porque no sabría de qué se acuerda y así cuando ella dejó de ser, la mitad de la memoria dejó de ser y si yo dejara de ser todo el recuerdo dejaría de ser. Sí, pensó. Entre la pena y la nada elijo la pena. Las manos de ella, juguetonas y más ligeras, se entremezclaron con las de él aquietadas por la posición, la presión del hierro y de la cerradura, y luego de recorrer su cintura por los lados se acomodaron en los bolsillos delanteros de los pantalones de Wilbourne y desaparecieron en el preciso momento en que un guardia extraño le chistó y rompió el hechizo del recuerdo no evocado para tomarlo de un hombro y conducirlo sin que mediara una palabra por el largo pasillo hacia su celda. No lo percibió en ese momento, caminando y mirando el piso y observando las pisadas del guardia detrás suyo de tan baja que tenía la vista, y viendo las luces de

La Creíble y Absurda Historia del Encanto del Cartero

Sobre el cuento La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada , de G. G. Marques El cartero andaba a mula cuando comenzó la brisa de su encantamiento. Iba ausente del trayecto, ya que sus dos bestias conocían el camino monótono que unía dos pueblos aquietados. El andar en su montura se sentía uniforme y el calor lo agobiaba bajo su casco de corcho. Por eso no sospechó del lento golpe de aire que el desierto tenía preparado para él; lo despertó para saludar a una abuela con aspecto de ballena de arena junto a una tienda al costado del camino. Al seguir de largo la abuela le hizo una seña para que viera dentro, y él recobró la conciencia como quien quita del fuego la leche hirviendo. Desmontó, se acercó amablemente y abrió la cortina de la tienda: vio una niña disfrazada de mujer y recostada en el piso como una ninfa de piedra. Tuvo que abrir y cerrar los ojos para entender la belleza. - ¿Le gusta? – preguntó la abuela. - En ayunas no e