La Memoria de Carlota



Sobre la novela Las Palmeras Salvajes, de William Faulkner


Porque si la memoria existiera fuera de la carne no sería memoria porque no sabría de qué se acuerda y así cuando ella dejó de ser, la mitad de la memoria dejó de ser y si yo dejara de ser todo el recuerdo dejaría de ser. Sí, pensó. Entre la pena y la nada elijo la pena.
Las manos de ella, juguetonas y más ligeras, se entremezclaron con las de él aquietadas por la posición, la presión del hierro y de la cerradura, y luego de recorrer su cintura por los lados se acomodaron en los bolsillos delanteros de los pantalones de Wilbourne y desaparecieron en el preciso momento en que un guardia extraño le chistó y rompió el hechizo del recuerdo no evocado para tomarlo de un hombro y conducirlo sin que mediara una palabra por el largo pasillo hacia su celda.
No lo percibió en ese momento, caminando y mirando el piso y observando las pisadas del guardia detrás suyo de tan baja que tenía la vista, y viendo las luces de las celdas que angostaban el estrecho pasillo, y las sombras quietas de los reclusos (a veces más quietas que las sombras de las rejas a través de las cuales pasaban como ráfagas de viento suspiros y quejas para el guardia, y advertencias y preguntas y chistes desgastados para el recién llegado Wilbourbe), aun no era momento ni estaba él preparado para lo que se vería obligado a sentir.
Sólo meses más tarde (tal vez en medio transcurrieron noches en que los minutos le parecían extenderse a través suyo trepando desde el suelo las patas del catre y apoderándose de su cama y de su soledad y de la superficie de su cuerpo) tuvo el instinto de aceptar lo que la carne y la memoria harían con su recuerdo. Lo percibió un día en que las tareas comunitarias habían sido suspendidas por asuntos que luego sembrarían antecedentes en todo el distrito y especialmente en la cárcel donde se encontraba. Ese día miró sus manos como lo hacía todos los días durante el viaje a la mina o al carguero o a la vera del río, y como lo hacía luego al volver cansado a su celda o al terminar la comida o en la salida al patio. Cuando su cabeza ya no estaba vacía ni preocupada notó que el recuerdo de Carlota era borroso debajo de la mugre de sus manos gastadas por el trabajo, y de sus ojos de a poco entristecidos cayó una lágrima que lavó la palma de la mano derecha y que sintió sólo porque veía, ya que al cerrar los ojos no pudo percibir cómo la lágrima seguramente lo acariciaba al desplazarse hacia sus dedos. Junto al grifo enjuagó sus manos con rabia primero y luego con paciente técnica y detalle, como hacen los doctores. Al sentarse y verlas nuevamente las sintió sin el viejo y acostumbrado uso sensible de percibir el tacto delicado de Carlota y el nuevo de custodiar esas percepciones por siempre. Notó luego que el lunes de la semana anterior y el viernes anterior a ese día no miró sus manos y olvidó recordar su figura llegando, el sonido de sus pasos descalzos sobre el piso de madera o el calor de su cuerpo en medio del frío del invierno. Se dio cuenta que el rostro de Carlota comenzaba a nublarse y a perder detalles y que no podía ya distinguir un recuerdo cierto de uno imaginado, y sin importarle la diferencia se importó nuevamente por la figura del rostro desvaneciéndose pensando: quizás el recuerdo se esfuma por la falta de una fotografía o un dibujo de Carlota, o un objeto que me recuerde su temperamento y así pueda acordarme de su rostro cuando estaba concentrada y luego pueda acordarme de su rostro cuando estaba alegre y que eso me salve o me condene en una noche como esta.
Desde que ella murió y él entró a prisión no temía morir él, ni perder la libertad ya perdida, ni librar una batalla, sino olvidarla. Y fue esa noche, en que los minutos seguramente se hubieran trepado a la cama a través de las patas del catre con mayor facilidad y con tanta más pena, cuando comenzaba a sentir que finalmente el recuerdo de ella se hacía más lejano e inalcanzable y que su temor se convertiría en dolor y luego en tristeza y luego en olvido y por último en nada, la noche en que logró entender que la memoria del calor y el tacto de las manos de Carlota que él guardaba en sus propias manos desgastadas y que sentía cada nuevo día menos, ahora tocaba su corazón y acariciaba su pena y atravesaba sus ojos y se derramaba en esa lágrima. Que a medida que la figura de Carlota se hacía más tenue, transparente, menos densa y más lejana, no se perdía sino que se metía dentro suyo y se hacía suya tanto como la de él.
La trampa que puso al rito de la desmemoria que hay obligada en los días apilándose, alejándose de su vida y su pasado y su recuerdo, no fue la de observar sus manos y evocar su rostro: sus manos ya no me tocan, porque son sus manos las mías, pensó. Su imagen se desvanece porque es el alma de Carlota lo que se muestra cuando pienso en ella. Su recuerdo vivirá en mí porque no se ha ido más lejos que dentro mío.

Donato Sosa

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