De Crecer

Sobre el cuento La balada del álamo Carolina, de Aroldo Conti

Dude que lo haya leído pero esté seguro que se ha enterado: el arbolito más enrejado de toda la calle Saenz Peña sabía la historia del álamo carolina, de Conti. La sabía incluso antes que yo. Y se lo puede ver, caminando uno por la calle angosta, por la vereda angosta, al árbol (no vaya a decir arbolito delante de él) apresado entre barrotes verdes colocados tan estratégicamente que pasa uno distraído y cree que lo han hecho para cuidarlo. Ahora, pasa uno un día “de verdad”, un día de esos en que las cosas parecen parecer lo que son, y se sacude al entender que los barrotes y las rejas no son para él, sino por el. No son para su cuidado, son por sus descuidos: este arbolito no sólo se enteró de la historia del álamo, sino que está convencido de que es uno. Y es sabido que quien se convence y tiene tiempo, como los árboles tienen, también tiene posibilidades. No hablamos de posibilidades de visitarlo, de investigar un poco más sobre los álamos, ni de escribir una historia por la inspiración recibida. Más bien entendemos esas posibilidades como algo similar al hecho de asemejarse, de querer tanto ser igual o parecido a algo, y quererlo por tanto tiempo, que primero es una posibilidad y después algún tiempo, ¡ZAS!, es posible.
Y si pasamos en colectivo lo comprobamos: el arbolito, ahora todo pelado por la época del año, crece sin cesar. Por supuesto que en invierno descansa, ¡claro! Se adormece, como el álamo de Conti. Pero desde que conoce la historia, seguro que se adormecerá mejor, descansará más profundamente. Y la vista desde arriba que ofrece el colectivo, siempre que uno vaya sentado del lado izquierdo, y más si para el semáforo y viene uno pensando en la historia de Conti, confirma todo lo expuesto. Porque las ramas, sin ninguna hoja, ni siquiera una seca, engañan. Engaña también su tamaño y la falta de una corteza gruesa. Ya que si uno mira con detenimiento las raíces del arbolito, descubre que ahí está todo. Oculto, sí; en secreto. Pero no podríamos acusarlo de estar confabulando, incluso si suponemos con acierto que se comunica con sus colegas más cercanos y pide consejos y consulta sobre la veracidad de algunos asuntos desde el momento en que le pusieron las rejas y aprendió a desconfiar. Porque no podríamos acusarlo de confabularse con los demás árboles que lo rodean a través de sus raíces, aunque lo consideremos cierto, aunque sepamos que es verdad y hasta hayamos leído el cuento de Conti y sepamos que también él lo sabe.
No podríamos culparlo por eso. Como tampoco podríamos acusarlo de querer crecer o de intentar parecerse al álamo Carolina del que supo la historia. No podemos porque es natural. No acusar; también es natural pero no me refiero a eso. Lo más natural es querer crecer. Y más para alguien como este árbol, tan concentrado en lo que quiere que por más que le pongan rejas, sistemas de seguridad o baldosas de concreto y pase mi colectivo y todos los otros, es sólo cuestión de tiempo para logarlo, para que él lo logre y algunos disfruten y cuenten su historia y otros lo envenenen o lo poden y se quejen. Como también es natural que quiera parecerse a alguien que lo emociona, a algo que lo convoca a crecer y a concentrarse, y hablar de ello. Claro que por un tema de sensibilidad, no precisamente del árbol, algunas de estas cosas nos caben y otras no: no podemos escuchar al árbol comunicarse con los demás; no todos lo veremos crecer y sacar sus hojas más verdes, o del color que le corresponda; algunos ni siquiera entenderemos su obsesión por crecer y querer asemejarse a lo que lo conmueve. Quizás en algún momento lo hubiéramos podido hacer con facilidad. Pero lo más probable es que si no estamos leyendo la historia del álamo Carolina, todas estas cosas sigan de largo, y nosotros pasemos de largo al lado de ellas. Y entonces, cuando veamos un álamo Carolina en la vereda de la calle Saenz Peña, enrejado, talado, pintado o tan solo sutilmente envenenado, no podamos siquiera suponer que supo de esta historia, y que desde el momento en que se enamoró de su héroe, desde el segundo en que quiso ser como él, se transformó también en un álamo Carolina. Lo demás, fácil para un árbol, fue tiempo y trabajo.
Almendra Bernal

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