As de Espadas

sobre La Intrusa, de J. L. Borges

En el aniversario de Barracas

Una de las formas de ganar historias de orilleros y compadres es oyendo las milongas camperas y los tangos criollos que cercan el 1900 de nuestra Buenos Aires. Antes y después cuentan lo que hubo para ellos y por lo que reñían, y mucho más: develan la picardía y el sentir arrabalero. Lo propio ocurre con el tango que da título a esta obra, con letra de Ángel Villoldo y música de Abelardo Manso. Su poesía enreda al mayor de los Nilsen, hermanos legendarios a quien Borges inmortalizó en La Intrusa, aunque figura con un apodo poco frecuente y fruto de la misma anécdota. Los músicos y autores fueron testigos de esta historia que se completa, más tarde, en el diario del mismo Manso, memorizado desde la niñez por su nieto, el tardío poeta del género “Tato” Manso, y cuyos detalles me confió el día de ayer para este caso en su escritorio de la Avenida Montes de Oca.

De a poco parecían ir cambiando las farras por las mateadas (aunque nunca las dejaron) y el color de sus cabellos por los años pasando. El mayor de los Nilsen, que siempre se hizo de pocas palabras, no hablaba ni con el pingo cuando lo cepillaba, pero se lo quedaba mirando con los mates del alba. La claridad de sus ojos y las arrugas en torno le hacían el gesto triste, por mucho que no quisiera. A este efecto la malayunta lo paseaba de boca en boca por todo suburbio. Eduardo, el menor, se mantenía protegido, por Cristián y por las circunstancias, pero lo evitaba los fines de semana. Hacía tiempo que no se los veía juntos más que para trabajar y para el truco.
Ese día andaban en la Ciudad, a carreta y, según se dice, para entregar unos cueros, cuando al pie de la barraca que encaraban vieron a dos hombres con sus caballos atascados en el barro del camino. Al acercarse, Cristián dijo al de menor estatura:
- Tengo una soga sola.
- Le agradezco si aunque sea nos saca de a turnos – contestó el otro saludando con el sombrero.
- ¿Ángel Villoldo? – preguntó Eduardo al reconocer al músico.
- El mismo que viste y canta. A su lado, Abelardo Manso: guitarrero, y atascado.
Eduardo serenó su sonrisa y de un salto bajó a servir a su admirado Villoldo. Por instrucción de Cristián amarró ambos caballos a un extremo de la soga y la carreta al otro. Con esfuerzo, los pingos y los dos compadres salieron hasta poder solos, y en el primer intento. Al devolver la soga, y para devolver la gracia, un Villoldo sorprendido por la destreza de aquellos hombres los invitó al almacén de la calle Independencia, en que esa noche los dos guitarreros se presentaban. Sólo por esto, y porque andaban a medio camino (mucho menos), aceptaron: “nos debemos el alegrón” dijo Cristián al hermano. Al acabar sus asuntos harían tiempo con la siesta.
Cuando entraron nadie cortó el aliento, y eso tranquilizó a Eduardo, que de primera visita nunca era bueno. Villoldo y Manso ya sonaban sus guitarras, pero por respeto los Nilsen no siguieron ganando el almacén hasta acabar la milonga y saludar a los músicos, de lejos, con un gesto de aprecio. El ambiente parecía liviano y en seguida encontraron dos más para el truco: el Farías, conocido de Morón, en la Capital porque ya no lo atendían en ningún almacén de la Costa; y el "Zurdo", uno con el que tomaba. Al rato estos dos ya andaban bebidos, y Eduardo, con más ganas de probar al baile a una morocha que de seguir. Pero era tanto el estruendo de los tomados que se agrandó la rueda con dos más, porteños; los Nilsen quedaron en equipo con el mismo zurdo; Farías siguió de rival, por no moverse del asiento o para el bien de esta historia.

La noche agitaba el alcohol en esos hombres, y Cristián apretaba los ojos por la suerte de los naipes y los dientes por las burlas de Farías.
Sonó en la guitarra de Manso, al menos eso el nieto comenta, un tango tan armonioso que puso a todo el almacén a escuchar. Farías, para vergüenza de los orilleros, gritó desde la mesa que no le gustaban las mariconeadas, que tocaran una milonga. Los Nilsen se miraron, y Eduardo, a su lado, y para que no lo hiciera su hermano, le dijo:
- ¿De invitado tampoco conocés los modales?

Entre irse al maso y su turno de barajar, Farías sonreía y se servía otra vaso con las dos manos; parecía más calmo. Los dos hombres de la música, que eran de entreverarse y que poco temían, no hicieron caso al reclamo y siguieron la melodía. En nuevo solo de Manso, se puso en pie el Farías y como pudo de ligero se acercó al rincón. Sacó su faca y cortó una cuerda de la guitarra de Abelardo. Con los guitarreros en pie, Farías amenazó: - ¡la próxima cuerda es de su garganta!
Detrás suyo, Cristián, con un naipe aun en la mano, dijo fuerte y claro: - ¡los señores están conmigo! -. Farías se dio vuelta, y antes de reconocer al compadre, Cristián le clavó el siete de oro en el vientre. Le adviertió: - ¡la próxima carta es el as de espadas!

Esta historia tiene dos finales: el de la canción, aquí acaba. El que ayer confesó saber Manso de la voz de su propio abuelo, es quizá más dramático y real, y reserva nuevas líneas sobre la vida de estos hombres:
Así no quedó todo. Farías, mejor provocador que malevo, respondió a Cristián Nilsen:
-  ¿Y pensás usarlo aquí dentro?
Inmóvil, Cristián sentenció: "este tango se baila en la vereda".
Luego de que salieron, nunca más lo vieron a Farías por el sur de la Ciudad, ni por el arroyo. Habrá que ver con entendidos si alguna vez más fue visto en Morón.

Ángel Ermida con Ache.

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