LISANDRO NO SE VA (Capítulo 2)

Algunos segundos después, frente a las plateas del estadio, el capitán Lisandro López recordaba esa tarde remota en que lo llevaron a conocer el club. Racing era entonces campeón de un torneo después de treinta y cinco años sin festejos. Mientras Argentina se hundía en la peor crisis económica de su historia, la gente de Racing llenaba dos estadios (el de Vélez, donde se disputaba el último partido y se definía el campeonato, y el del club, solo con fanáticos siguiendo el juego por las pantallas gigantes).
En aquel momento el director técnico era Mostaza Merlo, un ex jugador de fútbol que llevó al equipo a conseguir el último título del club. En los dieciocho años que pasaron hasta ahora Racing tuvo muchos jugadores y técnicos. La falta de resultados transformaba en héroe momentáneo a cualquiera de ellos que ofreciera algo de talento, que compartiera su magia para disfrutar del juego; a cualquiera de ellos que demostrara entrega, que le permitiera a la gente sentir en carne el amor al club. Pero con Mostaza algo fue diferente, no solo por el título: su “paso a paso, partido a partido”, lo transformó en el último símbolo de la sensatez que tuvo Racing. Ofreció algo que habían ofrecido pocos: competencia. La suerte necesaria la tradujo en resultados, y la felicidad que produjo, en algo memorable.
Racing era distinto en aquel entonces, y Lisandro también lo era: un completo desconocido con dieciocho años y el futuro por delante… De pie en medio del campo de juego, con sus compañeros girando a su alrededor, con Coudet en la tribuna hablando con la hinchada, podía ver con claridad la importancia que tenía su decisión. Él también se había transformado en un héroe momentáneo y podía transformarse en un símbolo para el club.
Ansiaba el título que había prometido, pero también ansiaba recuperar la tranquilidad de ese viejo anonimato. Porque perseguía el goce, no la gloria. Como Mostaza, más que competitivo, él disfrutaba de ser competente. Y el juego del fútbol siempre había sido su lenguaje, su manera de transformar sus obsesiones en resultados tangibles. No aceptaba ponerse en manos de nadie y no comprendía a la gente que perseguía cosas que no estaban en sus manos: la que crea ídolos, la que atesora objetos o vigila con celo, la que habla de las cosas que hacen los demás o se las inventa. Él era parte de un juego limpio, con reglas claras. Ahora también sería parte de un juego más complejo que el del fútbol.

Desde la escena del vestuario, Zaracho corría con la mirada de Lisandro clavada entre los ojos. Sabía que no podía darse el lujo de fallar y se propuso ser más eficaz y no perderlo de vista un solo momento. Pero llevaba media vuelta a la cancha sin verle el rostro, con Lisandro quieto mirando a la platea. Con Coudet de espaldas a él. Sin nadie que lo controlara. Sin saber si mantenía la sonrisa. Dudaba si acercarse directamente o seguir corriendo hasta encontrarlo de frente. Supo qué hacer al ver que todos sus compañeros estaban de pie mirando a Lisandro.
“¿Licha, todo bien?” le dijo a cinco metros, por la espalda, agitado por la carrera pero en voz baja para no asustarlo. Lisandro lo miró y volvió a sonreír. Le respondió con una palmada en el hombro y regresó con su mirada a la platea. Zaracho hizo gestos a sus compañeros para que volvieran a correr. “¿Qué pasó?” Lisandro negó con la cabeza como sin saber. Zaracho se puso a su lado y miró en la dirección en que miraba Lisandro: detrás de los muchachos de la barra, por uno de los túneles que se forman al salir de las escaleras a las plateas del estadio, aparecía aquel mismo periodista, pero esta vez sin el cámara. “Mirá quién llegó” dijo Lisandro sin girarse. El periodista se cubría los ojos del sol para mirar al campo de juego. Al descubrir que Lisandro lo observaba intentó esconderse, pero sabiendo que era tarde fingió que se había tropezado y lo saludó con la mano levantada. Zaracho y Lisandro se miraron sonriendo, como sin encontrarle explicación.
“Pensé que vendrían más…” Esta vez era Zaracho el que no sabía qué contestar. Ante su silencio Lisandro completó: “Como es el último entrenamiento…” Zaracho levantó los hombros. “¿Quién entiende al periodismo?” Se miraron asintiendo. “Quedan 10 vueltas” sugirió Zaracho golpeando la espalda de Lisandro. Licha comenzó a correr y a Zaracho se le borró la sonrisa impuesta mirando al periodista, que se disculpó con un gesto.
Coudet también lo descubrió a unos metros y le pidió que se acercara. “¿Te vio? ¿Sos boludo, Gustavo? Te pedí que me esperaras en la oficina de Pedro”. “Pensé que no me iba a ver desde acá” se justificó el periodista, que no traía más que un morral. “¿Qué querés?”, lo cuestionó Coudet. “Quería verlo en la cancha… Quizá es la última vez, ¿no?” repuso el periodista con una sonrisa. Los de la barra se dieron vuelta para mirarlo. Y esa mirada, más que penetrante resultaba aplastante. “Esperame en la oficina, Gustavo…”

Al salir de las duchas todo el plantel se encontró con que, en los guardarropas del vestuario, en lugar de sus cosas había un traje de baño tipo zunga, unas chancletas y una bata. Junto a esto una tarjeta: “Tenemos un día especial preparado para vos. Para empezar, te esperamos en la zona de Spa…” Debajo, un mapa dibujado con lápiz y una firma: “Atte. La dirección.” Algunos se alegraban con la sorpresa, otros parecían indignados, preguntaban por sus pertenencias. Pillud, uno de los defensores, que todo se lo toma a la ligera, soltó una risa burlona cerca de Lisandro. Él lo escuchó y lo miró sonriendo: “qué lindo gesto, ¿no?…” Pillud asintió transformando la burla en aprobación. “Es justo lo que necesitaba”. Son muy cómplices entre ellos…
Ya había pasado el mediodía y los veintitrés jugadores seguían metidos con calzador en un jacuzzi instalado en el playón del club, al aire libre, y con más de cuarenta mangueras azules entrando por los lados y goteando. Las burbujas eran un escándalo: los chorros de agua salían con la fuerza de una catarata y movían a los jugadores como los muñecos que se ponen en la luneta de los autos. Era casi imposible permanecer sentado. Estaban incómodos, con hambre, y mirándose las caras en silencio. Dos asiáticos, de los que desde el jacuzzi solo se les veían los rostros, esperaban de pie a un costado junto al preparador físico del plantel. Centurión le enseñaba a Zaracho un juego para tirar agua apretando las manos. Zaracho no perdía de vista a Lisandro. No de nuevo. Pero la paciencia y el humor de los demás comenzaba a ponerlos a prueba.
Arias se puso en pie. “Yo me voy igual… No aguanto más esto”. Estaban tan a presión allí dentro que todos los demás se movieron un poco al liberarse su espacio. Se giraron a verlo. Zaracho reaccionó con velocidad, como siempre. También se puso en pie: “¡¿a dónde te vas?!” Los jugadores se movieron un poco más, despegando sus brazos del cuerpo, con alivio. Zaracho aflojó… “¿a dónde vas a estar mejor que acá…?” Ambos miraron a Lisandro, justo en frente. El astro sentía curiosidad. “¿No te gusta el jacuzzi?”. “Sí, me gusta… me gusta el jacuzzi, me gustan los masajes, el asado, las excursiones. Todo me gusta… Estoy feliz de estar acá…”. Arias parecía descargarse de la amargura de un rencor. “Si te gustan los masajes, ¿por qué no venís con nosotros, mejor?” se oyó desde afuera la voz del preparador físico. Los dos asiáticos, íntegramente de blanco, lo miraban sonriendo. “Sí, andá a hacerte unos masajes así que relajás un poco… Fue un campeonato duro, especialmente para vos” completó Zaracho. Los asiáticos se acercaron a buscarlo con toallas en las manos y lo metieron en una carpa blanca montada al lado. No en la primera en que lo intentaron: esa escondía el camión de bomberos que alimentaba el jacuzzi. Lo metieron en la segunda.
Arias volvió a aparecer en el asado, en medio de los asiáticos, cuando ya el resto del plantel estaba sentado alrededor de una mesa extensa montada en el “área de parrillas”, también al aire libre. Tomó asiento más cerca del cuerpo técnico que de los jugadores. Se podían distinguir con facilidad porque ellos estaban vestidos. “Acá dice lechón a las 14:30, Chacho”, se quejaba Centurión. Y Coudet se justificaba: mi primo vino especialmente desde Rosario para cocinarlo, pero se atrasó el micro. Va a tardar un rato más… Los jugadores comentaban por lo bajo, disconformes. “Pero… pero… para abrir el apetito” y alzó la mano señalando a la parrilla, “pueden ir comiendo estos chorizos que trajo el profe Manera”. La mesa volvió a cobrar vida. “¡Profesor, profesor!” gritaban sentados mientras el preparador físico paseaba por la mesa con su bandeja repartiendo choripanes.
La luz del día oscurecía de pronto, y el tiempo parecía cambiar. Lisandro miró el cielo y todos los demás lo siguieron: una nube negra se posó justo encima de la mesa. “No te preocupes, Lisandro. No va a llover. Hasta eso tenemos controlado” sentenció el presidente del club riendo de su propia astucia. Todos en la mesa asentían masticando sus choripanes mientras una brisa fría atravesaba la tarde, haciendo flamear el mantel celeste y blanco y las batas de los jugadores.

Ya era de noche y terminaba el bingo en el “área de Entretenimiento”. Por supuesto, al aire libre. Los dos asiáticos eran los encargados de mover el bolillero y propunciar los números, lo que hacía la cosa un poco más divertida. Lisandro había ganado todos los premios: un libro de Cohelo, una linterna de led, un termómetro electrónico, un ventilador con los colores del club. Coudet le preguntó si quería ir a ver dónde estaban sus cosas.
Caminaron hasta un grupo de carpas montadas en la cancha. Se acercaron hasta el centro, a la que tenía un ‘15' pintado en el sobretecho: el número de la camiseta de Lisandro. Se asomaron y vieron el bolso y la ropa del astro sobre una silla. Había también una cama con un mosquitero, una palangada y una jarra de cobre sobre una mesita, una foto del plantel con el que le ganaron a River. Todo como sacado una película de Indiana Jones, pero producida en Argentina, y para la ocasión. “Tragimos a Claudia, la mujer del tesorero, que es decoradora de interiores, y muy buena”. Lisandro asentía con una sonrisa. “Bueno, yo estoy acá al lado… La carpa que dice ‘DT’. Cualquier cosa que necesitás me la pedís a mi…” Lisandro seguía repasando el interior con la mirada y Coudet aprovechó para irse rápido.
“¡Chacho!”, gritó Lisandro saliendo de la carpa. Ya de espaldas al astro, Coudet se resistía a girarse. Cerró los ojos, apretados, esperando lo peor. Tomó aliento y coraje, y se volvió a Lisandro. “Los premios…” Coudet se dio cuenta que llevaba consigo el ventilador y el libro que había ganado Lisandro en el bingo. “Perdón”. Se los acercó y se despidieron con una sonrisa. Chacho se perdió en la niebla que ya caía sobre la noche cerrada.





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